Escalada al HALF DOME en 1885
A.Phimister Proctor relata en este artículo (escrito más de 60 años después) una espantosa ascensión trepando a pies descalzos sobre los buriles, y laceándolos lanzando una cuerda de atar caballos; esta actividad sorprenderá a todos aquellos que hoy suben al Half Dome con seguridad y en poco tiempo.
Después de un buen fin de verano de exploración por Grand Lake y las Flattop Mountains, en otoño de 1883, mi carreta de caballos se dirigía a Denver. Allí recibiría un curso de preparación para unos trabajos de pintura y grabado que tenía ese invierno, y justo antes de establecerme, para mi sorpresa, apareció de la nada Alden Sampson, de Nueva York, con quien había compartido varias excursiones pictóricas y cacerías. Alden estaba ansioso por hacer un buen viaje de exploración y caza, y me invitó a unirme a él. Como las probabilidades de quedarme ese invierno en Denver parecían bastante escasas, acepté rápidamente la oferta.
Aquel mes de diciembre las Rocosas estaban cargadas de nieve reciente, y por otro lado, Mejico estaba infestado de bandidos, así que, finalmente, decidimos dirigirnos a California. Me informé un poco sobre bonitos parajes donde vivir nuevas experiencias y poder dedicarse también a la caza. Cuando tuvimos preparados todos nuestros equipos nos metimos en el tren de Santa Fe, que se dirige a Los Ángeles.
En aquella época Los Ángeles era un lugar pintoresco. Casi una ciudad mejicana. Sus calles estaban pavimentadas con lodo por los tobillos. Nos instalamos en un hotel con un patio lleno de flores y frutas tropicales (algo muy diferente de lo que habríamos encontrado en las Rocosas, con su medio metro de nieve reciente).
Donde hoy se alzan los edificios más altos de la ciudad, estaban la mayoría de los corrales donde compramos los caballos para nuestro periplo. Elegimos cinco cuyos nombres recuerdo: Spider, Buck, Pinto, Pink y Serpiente de cascabel (que resultó ser una auténtica serpiente).
Tan pronto como reunimos todo lo necesario, abandonamos Los Ángeles. La primera noche la pasamos en Pasadena, donde recuerdo que solo había seis casas y se sorprendieron bastante de ver nuestros mulos de carga. Desde allí, a la mañana siguiente, decidimos tomar la zigzageante senda Wilson. Después de varios formidables meses de tránsito por este camino entramos en el desierto de Mojave, donde cazamos antílopes y dibujamos la zona. En seis meses habíamos recorrido unos 2.500Km por toda California, acabando, finalmente, en el valle de Yosemite.
“Allí está el Half Dome” _dijo una voz, “en la otra punta del valle”.
Yo estaba sentado en las Overhanging Rock, con mis pies colgando sobre 1000m de vacío valle abajo, y cuando me giré, vi junto a mi al que debía ser Galen Clark, uno de los pioneros del valle.
El nos contó que unos años antes de nuestra llegada, un intrépido marinero llamado Anderson, había instalado con gran esmero y peligrosidad, un cable hasta la cumbre del Half Dome. También nos contó que debió morir aproximadamente hacía un año, y que, debido a unas avalanchas de nieve, aquel cable había sido arrancado de la pared junto a muchos de los pernos que hubo de fijar en la roca para su anclaje. “Actualmente” _dijo, “estamos esperando que lleguen unos escaladores de Club Alpino Suizo para reemplazarlo”.
Al oír esto, ambos pensamos lo mismo: “ningún extranjero hará eso antes de que nosotros lo intentemos”.
Acampamos a media milla de Glacier Point para unos días, y disfrutamos de las increíbles panorámicas del valle. Después nos desplazamos a Little Yosemite, desde donde haríamos nuestro intento al Half Dome. Un día después alcanzamos la base de los 450m de liso granito (cual hoja de escritura), donde encontramos los restos de las cuerdas de embalar que habían sido arrancadas por las avalanchas.
Según estudiábamos la pared nos dábamos cuenta del trabajo de aquel endiablado marinero. Había escalado la empinada placa gracias a pequeñas repisas para los pies, y cuando la cosa se le complicó, había subido lo más alto posible para perforar un agujero de unos 15cm de profundidad en la roca. Allí emplazó un bolt de 1,5cm de diámetro que sobresalía de la roca unos 5cm. Un extremo de este bolt abrazaba una anilla la cual sujetaba el cable. El cable tenía unos 7cm de diámetro y se componía de varias cuerdas arrolladas entre sí, y ceñidas con cordinos cada 30cm para darle consistencia. Cuando cada clavija o bolt estaba bien anclada en el granito, el marinero anclaba el cable gordo a las anillas de estos mediante un pequeño cordino. El proceso consistía en agujerear la roca desde el punto de anclaje anterior, para así ir progresando.
Cuando era posible escalar, algo en lo que parece ser que era todo un maestro del pasado, continuaba sin perforar, y escalaba con las punteras de sus botas. Pero cuando la cosa se empinaba y carecía de posibles agarres, ponía otro seguro y le acoplaba el famoso cable. Esto también le permitía subir y bajar.
Durante todo este tiempo residió en una cabaña que construyó a una milla escasa de la zona, donde vivía y tenía la forja para hacer los bolts.
Esa noche, después de la inspección que prepararía el ataque a cumbre del día siguiente, regresamos a nuestro campamento.
Al día siguiente llevamos con nosotros todos los bultos y nuestra selección de cuerdas de reserva, y antes de meternos en la pared sufrimos bastante ansiedad. Con todo listo, nos decidimos a empezar. Los primeros 60m tenían cable, y tras ellos comenzaron los problemas reales. Nos valimos de cualquier recurso para ascender las empinadas y lisas placas. Estábamos viendo por nosotros mismos cuales eran las dificultades reales del ascenso, y no importaba la fuerza con la que le entrábamos. Caíamos deslizando pendiente abajo una y otra vez. Llegados a un punto, a unos 5m sobre nuestras cabezas, asomaba un saliente de roca. “si pudiéramos llegara ella…”, _pensábamos.
Más allá, la pared parecía tener algunos agarres para dedos, por lo menos durante cierta distancia. Pero no lográbamos alcanzarla. Habíamos perdido. Solo nos salvaba el que, al no haberlo contado a nadie, nadie se enteraría de nuestro fracaso. En silencio, comenzamos a recojer nuestras cuerdas.
Entonces me sentí inspirado. Se me ocurrió intentar lanzar la cuerda con un lazo para enganchar la laja. “¡la lacearé!”, _grité. A nadie se le había ocurrido, pero era la única salida (excepto el sistema del cable de Anderson).
Por suerte yo era bastante habilidoso con el lazo. Después de varios intentos conseguí amarrarla. El nudo se empotró en una fisura de la laja, y la cuerda quedó atrancada. No me dio demasiada confianza, pero comencé a remontarla apoyándome contra la empinada placa. Justo antes de poder agarrar el saliente, el nudo se deslizó un poco y caí patinando unos 6m hasta que pude asir la cuerda de nuevo. Me llevé un buen susto, y mientras se reponían mis nervios, Sampson ascendió. Pronto nos hayamos ambos sobre el deseado resalte de roca, listos para las siguientes dificultades.
Desde allí pudimos observar que la avalancha no solo había arrancado el cable y algunos de los seguros con ella, sino que también había aflojado muchos de los que se habían quedado aislados. Eso no lo teníamos previsto. La única manera de superar los tramos en los que faltaban seguros fue la técnica del lazo desde el seguro anterior, para luego remontarlos tirando del cabo del lazo. Muchas de las clavijas las encontramos dobladas por el arrastre de la nieve, y era difícil cogerlas con el lazo. Tenía que lanzarlo más de veinte veces antes de engancharlo, pero además, cuando lo lograba, este se salía al cargar el peso del cuerpo. Además, nuestras cuerdas estaban demasiado gastadas y finas de haberlas usado para embalajes varios y para amarrar los caballos, durante los últimos seis meses. A parte, en esos momentos yo estaba descalzo, ya que mis botas tenían la suela muy desgastada.
Cuando llegaba a una de las clavijas-bolt, el método que seguía era siempre el mismo, las cogía con la mano y me subía a ellas con un pié. Después sacaba la mano a duras penas y me inclinaba sobre la placa, aferrándome a ella con el dedo gordo del pie. Subía despacio, bien pegado a la pendiente, y según lo hacía lanzaba el lazo a la siguiente. Y así se iba repitiendo, subido con mi dedo sobre un bolt que solo sobresalía 5cm, como único apoyo sobre el valle que íbamos dejando abajo. Nunca encontrábamos agarre alguno para las manos. El único modo de mantenerme sobre las clavijas-bolt era metiendo el dedo gordo en la argolla, después de haberme equilibrado con el otro pie. La cosa se complicó aun más cuando perdí pendiente abajo un guante que usaba para que no sufriera tanto la mano al ser pisada.
Los cables actuales en la zona por la que discurrió la ascensión
Entonces llegamos a una zona en la que no había bolts, pero en la que si había algunas zonas rugosas. Aquí le tocó a Sampson relevarme. Ascendió gateando con mucho cuidado mientras yo le daba la cuerda justa para su avance. Si hubiera caído no habría habido manera de pararle, y ambos nos habríamos ido para abajo juntos. Llegó a una repisa muy inclinada en la que no habría podido subirse sin la ayuda de un agarre para las manos, pero se aferró desesperadamente a unas grietas de la roca, y sacando un pequeño cordino de su bolsillo, anudo un pequeño arbusto que casualmente había. Contuve la respiración durante esos momentos.
Entonces le di tensión a la cuerda para sujetarle y evitar que resbalase, y avanzó tirando de ella hasta que el ángulo le obligó a prescindir de la tensión, y se las arregló para arrastrarse hasta un abombamiento en la roca que le sirvió de agarre sutil para una mano, y gracias al cual pudo descansar unos minutos y recuperar la respiración. Unos metros más arriba llegó a una zona más segura donde fijó la cuerda, y pude subir a su encuentro.
A medio día habíamos llegado a la única repisa de toda esta cara, y en ella pudimos parar a descansar y comer algo. Tenía una anchura de unos 15cm, y sentados de medio lado, y sin asegurar, nos quedamos allí parados muy tranquilos.
Al final del primer día habíamos hecho aproximadamente la mitad de la ascensión. Justo antes de la puesta de sol descendimos por el cable abajo, nos montamos en los caballos y regresamos a nuestro campamento, a unos 5km de distancia. Mis pies estaban enormemente doloridos del contacto directo con la roca, y para ser sinceros, la montaña me impuso mucho respeto. No creí que lo fuéramos a conseguir. Luego me enteré de que Sampson también estaba asustado, pero como a mi tampoco se me notaba, ninguno quiso claudicar.
A la mañana siguiente nos desplazamos a la base de la pared con toda la cuerda que poseíamos. No nos costó demasiado alcanzar el límite del cable, pero allí comenzaron de nuevo nuestros problemas. Fue bastante pesado el acarrear todo ese tramo con las cuerdas de reserva que llevábamos. No sabemos la inclinación exacta de la pared pero en todo momento debíamos aferrarnos por el peligro constante de deslizamiento hacia abajo. Desde allí, la superficie de la roca era tan lisa como me temía, y aun restaban unas pocas clavijas-bolt, así que tuve que dedicarme a lacearlas de nuevo.
A unos 50m de donde tomé de nuevo el relevo, me hallaba de nuevo en precario equilibrio sobre el dedo gordo de mi pie, tratando de lacear un nuevo bolt. Entonces hubo un fuerte golpe de viento que entorpecía el lanzamiento, pero finalmente, esta se ancló, descargué mi peso sobre ella, y aguantó. Pero justo cuando me disponía a abandonar el seguro en el que me hallaba, al dar un nuevo tirón a la cuerda, la clavija se arrancó y cayó aun sujeta por el lazo, produciéndome un fuerte escalofrío.
Por suerte, la siguiente solo estaba metro y medio más arriba, pero el laborioso trabajo tuvo que repetirse desde el principio. Después de una media hora de lanzamientos, pude enganchar el siguiente bolt. Alcanzarla fue un gran alivio, tanto por el hecho de que esta no se arrancara, como por la situación límite de mi pie, que estuvo a punto de ceder y mandarnos valle abajo.
La siguiente clavija fue la peor de todas, a unos 10m de distancia, y en una repisa de roca que asomaba sobre mi unos 75cm. Parecía algo imposible alcanzarla, pero ambos pudimos gritar de alegría cuando lo conseguimos. Ese ha sido el más difícil lance que he tenido que superar nunca. Llegué con mucho cuidado a aquella repisa, tirando a pulso de la cuerda hasta alcanzar la clavija con los dedos de mi mano derecha, y subiendo acto seguido el dedo gordo de mi pie sobre ella, para sacarla dolorosamente mientras me subía sobre ese pie. Perdí parte de la piel, pero ¿qué remedio?, y cuando me encontraba tumbado contra la pendiente, conteniendo la respiración, esta infernal y vieja montaña pareció más determinada que nunca impedirme seguir adelante. No encontré absolutamente nada a lo que aferrarme, y antes de alcanzar la siguiente, que estaba francamente alta, mi pierna tembló hasta el punto de hacerme retroceder a la fuerza; y aquello fue aun más difícil que subir.
Tuve que colocar mi dedo índice por debajo del pie para agarrar la clavija y poder bajar como había subido. Esta operación se reprodujo en tres ocasiones hasta que pude lacear la deseada clavija. A cada esforzado intento mis piernas comenzaban a temblar y tenía claro que, o retrocedía, o sufriría un calambre que me haría caer. Cómo maldecía el día que emprendimos semejante proeza absurda.
Una hora y veinticinco minutos después, el lazo enganchó. Esta clavija aun conservaba un pedazo de cuerda antigua arrollada en ella, que era lo que dificultó enormemente su enganche. Por cuatro veces conseguí lacearla, pero al cargar el peso de mi cuerpo esta se soltaba. Finalmente subí bastante enfadado, con pies y manos sobre la pulida placa, sin quitar ojo a la clavija. Me esperaba lo peor, y si eso hubiera ocurrido, entonces no estaríais leyendo este relato.
A la izquierda, por el rabillo del ojo, podía observar Little Yosemite, a unos 900m de desnivel. Mientras, a la derecha, bañado de una bruma púrpura, descansaba el valle principal de Yosemite. Por debajo de mí, aferrado a la pared, Sampson parecía una pequeña ardilla. Curiosamente, mientras estaba allí pegado contra la roca, pensaba para mis adentros: _“ahora podría plantarle cara al mayor oso del valle”
Al final alcancé una clavija bastante segura, y le pasé la cuerda. Sampson subió y recuperamos el cable, remolcándolo hasta allí. Tuvimos que poner 60m de nuestras cuerdas para poder restaurar el cable del marinero, y aun así, no fue suficiente, por lo cual Sampson tuvo que emplearse minuciosamente a la tarea.
La vista desde lo alto del Half Dome imagino que será una de las más bonitas de toda América. El valle se extendía bajo nosotros en toda su nebulosa y azul belleza. Nos sentamos un rato a disfrutar de estas maravillas al resplandor de la puesta de sol, y encendimos una hoguera para demostrar a la gente del valle que el Half Dome había sido conquistado. Tarde, y ya de noche, descendimos por el cable.
Hay ocasiones en la vida de un joven en las que todo cambia. Eso dos días en el Half Dome marcaron, para mí, la diferencia entre una juventud indiferente y una madurez más seria. Mi mente estaba ya formada para ser artista, pero esas duras horas de peligro y ansiedad, tratando de conseguir algo de poco valor para el mundo, cristalizaron en mi los ideales que antes vagaban flotando en mi cabeza. Después de una visita de un mes a San Francisco, con un amigo artista, regresé a Denver, a dedicarme a la carrera que desde siempre me había llamado la atención.
Del libro de Galen Rowell "The Vertical World of Yosemite"
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